Periodistas en el reino del miedo

MEXICO, 10 de febrero de 2016 - Cenotafio es una de esas palabras raras difíciles de recordar. Se me grabó para siempre una tarde de julio de 2011 frente a una gran cruz montada sobre un pedestal de concreto decorado con plantas ornamentales.

Era un monumento dedicado a Edgar Guzmán López, asesinado en ese sitio el 30 de abril de 2008 e hijo del entonces todopoderoso Joaquín "El Chapo" Guzmán.

Con un equipo de AFP nos habíamos desplazado a Culiacán para realizar una serie de reportajes, aparentemente sin riesgo, sobre lo que se conoce como "narcocultura".

"Han proliferados los cenotafios", nos había dicho la gente. "¿Cenoqué?", respondíamos nosotros sin poner mucha atención al término.

Un cenotafio para un comandante de policía asesinado en Culiacán, en el estado de Sinaloa, en julio de 2011 (AFP / Yuri Cortez)

Uno se topa en muchas calles de Culiacán, capital del estado de Sinaloa, con estos santuarios colocados en el lugar en el que una persona muere. En esa ciudad, en la que el narco es omnipresente, la moda, la música y hasta la arquitectura está influenciada por el narcotráfico.

Los cenotafios, la mayoría de jóvenes asesinados, son adornados en Navidad con lucecitas de colores, en noviembre con motivos de Halloween y en febrero con corazoncitos.

El santuario del hijo de El Chapo, cuyo asesinato desató en esos años una sanguinaria guerra, está en el estacionamiento de un centro comercial de una acomodada zona de Culiacán.

Espías del narcotráfico

Cuando llegamos no había un solo coche cerca, solo merodeaba por ahí un hombre con una gorra y un celular que se llevó al oído al vernos. Era un informante del narco, uno de sus espías conocidos como halcones.

El cenotafio de Edgar Guzmán Beltrán, hijo de El Chapo, en el estacionamiento de un centro comercial de Culiacán, en julio de 2011 (AFP / Yuri Cortez)

Yuri Cortez, fotógrafo de la AFP, y el videasta habían empezado apenas a disparar sus cámaras cuando una camioneta color arena se aproximó veloz hacia nosotros. La ventana de vidrio polarizado del conductor bajó lentamente. Hombres armados nos miraron con disgusto.

"¿Qué hacen aquí?", inquirieron. "Estamos haciendo un reportaje de los cenotafios de la ciudad", respondió rápidamente el videasta atrapando entre nosotros la maldita palabra para siempre. Con amenazas y gritos nos corrieron del lugar. Pálidos subimos al auto, salimos del centro comercial y unas cuadras más adelante tuvimos que parar para que uno de los tres pudiera vomitar.

Soldados queman plantas de marihuana en Los Algodones, en el estado Sinaloa, en enero de 2012 (AFP / Alfredo Estrella)

Pese al susto, ésta es una de las formas más amables de aproximarse a la vida de los carteles del narcotráfico en México, cuyos líderes son inaccesibles.

Las entrevistas que los grandes capos mexicanos han concedido, desde que inició la llamada guerra del narco en la década pasada, se cuentan con los dedos de las manos.

Capos del narco inaccesibles

Las más controvertidas son las que resultaron de reuniones del actor estadounidense Sean Penn con Guzmán Loera, en octubre de 2015, y del reconocido periodista mexicano Julio Scherer con Vicente "Mayo" Zambada, socio y compadre de "El Chapo", en el primer trimestre de 2010.

Un diario mexicano publica la fotografía del narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán con el actor estadounidense Sean Penn durante una entrevista para la revista Rolling Stone, en enero de 2016 (AFP / Alfredo Estrella)

Entre los periodistas mexicanos ha habido polémica por estas publicaciones. Que si Penn no es periodista, que si las preguntas son complacientes, que si la entrevista no fue tal, puesto que el capo respondió un cuestionario a través de un video.

Lo cierto es que en los dos casos los capos fueron los responsables de llevarlos hasta sitios remotos y desconocidos en los que se ocultaban.

En los dos casos no se les permitió grabar las conversaciones que tuvieron cara a cara y en ambos casos los capos se tomaron fotos con sus entrevistadores para que se hicieran públicas.

Un viaje organizado por El Chapo

Pero también en los dos textos publicados en las revistas Proceso y Rolling Stone pudimos conocer en excelentes pinceladas facetas un poco más íntimas de estos misteriosos personajes, que despertaron el interés hasta de los más críticos.

Un periodista filma el interior del escondite de El Chapo en Los Mochis después del asalto del ejército mexicano para recapturarlo, el 11 de enero de 2016 (AFP / Héctor Guerrero)

La recaptura de "El Chapo" el 8 de enero pasado en la ciudad de Los Mochis permitió que muchos periodistas pudieran conocer la última guarida del exlíder del cartel de Sinaloa, hasta ese día el narcotraficante más buscado del mundo, ver el drenaje subterráneo por el que huyó y las secuelas de la cruenta irrupción armada que los elementos del ejército mexicano hicieron para entrar en la casa donde se escondía.

Esperar largas horas para que las autoridades permitieran y guiaran la visita, escribir bajo presión antes de salir corriendo hacia la carretera para volver a la Ciudad de México, hambre y desvelos, son algunos de los costos de reportear los lugares en los que el capo estuvo.

Miradas enloquecidas

Lo mismo sucedió cuando en julio de 2015 se fugó de la cárcel espectacularmente por un túnel de un kilómetro y medio.

En esos días la ansiedad entre reporteros era llegar lo antes posible al sitio para lograr entrar al subterráneo; estar entre el selecto grupo de periodistas a los que se les permitió ingresar a los laberínticos y gélidos pasillos de la cárcel de máxima seguridad de la que huyó; entrar en la celda en la que el capo vivió por 17 meses antes de fugarse; y ver con ojos propios el hoyo por el que desapareció en el piso de la regadera de su calabozo. Recorrer en silencio el angustiante pasillo 2 del área de tratamientos especiales, donde están aislados en celdas individuales algunos peligrosos narcotraficantes, pederastas y secuestradores. Escuchar sus burlas, ver sus ojos rojos enloquecidos.

La celda de El Chapo en la prisión de alta seguridad Altiplano, el 15 de julio de 2015 (AFP / Yuri Cortez)

Estas coberturas nunca dejarán de ser interesantes, pero el verdadero riesgo está cuando sigues la estela de dolor que estos capos van dejando a su paso.

Una entrevista con estos señores del narcotráfico no está exenta de riesgos, pero dista mucho de los peligros que enfrentan los periodistas que viven en las zonas en las que operan estas mafias, donde algunos de ellos han acudido solos a la cita con su propia muerte.

Fosas comunes

En 2011, Ronaldo Schemidt, fotógrafo de AFP, y yo fuimos enviados a Durango, un estado del norte de México conocido por ser la tierra de Pancho Villa. En esos días habían localizado cerca de 300 cuerpos en fosas clandestinas en plena ciudad.

Nadie quería hablar de eso, cuando la gente nos veía acercarnos callaba y nos cerraba la puerta en la cara. Buscando, nos topamos con una escena dantesca.

En un pequeño estacionamiento de la fiscalía estatal había dos trailers con los motores prendidos. Las cajas estaban llenas de restos humanos envueltos en sábanas blancas manchadas de sangre y todo tipo de fluidos. Dos forenses trabajaban sobre cadáveres en camillas, parados sobre la puerta abierta horizontalmente de los vehículos; en el suelo había cuerpos tirados, cubiertos. Todo al aire libre. Eran tantos los muertos que no había morgue que alcanzara. Trataban de mantenerlos en los congeladores de los trailers.

La policía científica examina una fosa descubierta en El Arenal, en el estado Jalisco, en abril de 2013 (AFP / Héctor Guerrero)

Una ráfaga de aire podrido me golpeó la cara. Tuve que recargarme en una pared para contener las náuseas. Ronaldo y otro fotógrafo tomaban instantáneas cuando un pelotón de agentes de la fiscalía salió del edificio. Un periodista local que iba con nosotros corrió y todos hicimos lo mismo detrás de él.

A las autoridades, que en esos lugares suelen estar coludidas con los carteles, no les gustó que hubiéramos metido las narices donde nadie lo había hecho antes. Hasta ese momento no se sabía dónde estaban los cadáveres hallados en las fosas clandestinas.

La policía científica examina una fosa descubierta en El Arenal, en el estado Jalisco, en abril de 2013 (AFP / Héctor Guerrero)

Ese mismo día nos hicieron llegar una amenaza velada diciendo que habíamos violado el secreto de una investigación judicial. En un lugar donde la justicia funciona con normalidad no nos hubiera preocupado tanto, pero en Durango, donde los narcos se movían en camionetas idénticas a las que usan los agentes de la fiscalía, era imposible distinguir quién nos seguía. En los lugares donde estaban las fosas había halcones por todos lados. Dormimos con un ojo cerrado y otro abierto hasta que salimos de ahí.

Amenazas de muerte

El riesgo para los periodistas en México, especialmente los que viven en esas localidades, no es que te lastimen en un enfrentamiento armado, sino que los personeros de los cárteles lleguen en camionetas y te levanten en un abrir y cerrar de ojos. Algunas veces han llegado a las puertas de las redacciones o de las casas de los colegas, los suben a sus vehículos y simplemente se los llevan. Pocos han regresado, algunos han sido hallados muertos y de otros nada se supo.

Búsqueda de los cuerpos de 43 estudiantes desaparecidos en Cocula, en el estado de Guerrero, el 8 de octubre de 2014 (AFP / Yuri Cortez)

Cuando llegamos en octubre de 2014 a Iguala, unos días después de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, los halcones nos vigilaban hasta dentro del hotel en el que dormíamos, nos seguían, nos grababan (con celulares y cámaras). Un día nos íbamos a dormir con amenazas contra los periodistas foráneos difundidas en Twitter y al día siguiente nos levantábamos con la noticia falsa de que habían decapitado a un camarógrafo. Sabíamos que era una campaña de intimidación, pero eso no nos libraba de la constante sensación de zozobra.

Uno de esos días, caminábamos en la sierra bajo un sol que caía a plomo sobre nosotros. Habíamos burlado los retenes policiacos que impedían entrar a la zona donde peritos y perros adiestrados buscaban a los estudiantes, ante versiones de que habrían sido enterrados ahí en fosas clandestinas. De pronto, nos vimos tirados contra la tierra debajo de unos matorrales evitando que hombres armados que transitaban por ahí nos vieran. Ellos alcanzaron a ver que algo se movía, al pasar frente a donde estábamos ocultos pararon, cortaron cartucho y al no vernos siguieron de largo.

¿Vale la pena el riesgo?

“¿Vale la pena ponerse en esta situación?”, me preguntaba en esos momentos. Habíamos estado documentado día a día la búsqueda de los desesperados padres de los estudiantes, en una cobertura que duró muchas jornadas. Cada noche terminaba exhausta física y emocionalmente.

Pero, creo que de las coberturas que he hecho relacionadas con la violencia que ejerce el crimen organizado, las más importantes son las que ayudan a difundir la tragedia que viven las víctimas. Historias enterradas en fosas clandestinas o arrojadas en bolsas negras con cuerpos torturados, algunos de periodistas.

En mayo de 2012 fui enviada a Veracruz. Tres fotógrafos y una trabajadora administrativa de un periódico habían aparecido muertos en un canal, luego de haber desaparecido el día anterior.

Funerales de los fotógrafos Guillermo Luna y Gabriel Huge asesinados en Veracruz, el 4 de mayo de 2012 (AFP / Lucas Castro)

Los colegas que eran cercanos a estos fotógrafos estaban literalmente aterrados, en momentos en que dos cárteles se disputaban las actividades criminales en esa zona. “Los periodistas quedamos atrapados entre estos dos grupos”, me dijo entonces un reportero que estaba pensando en abandonar el medio.

Estaban con los nervios a flor de piel. "Ayer no llegué a dormir a mi casa", dijo otro. Uno más me contó que en la redacción de su periódico les habían advertido que ni se acercaran por los velorios y los entierros de los colegas.

Lejos de solidarizarse, las directivas de los diarios querían poner distancia con los fotógrafos y la empleada asesinados. Incluso el periódico AZ, donde uno de ellos había trabajado hasta hacía unos meses, publicó la carta de renuncia del reportero gráfico para deslindarse de él, el mismo día que lo estaban enterrando.

Periodistas "indisciplinados"

Un fotógrafo de la fuente policiaca, la más vulnerable ante estos criminales, me contó como integrantes de los Zetas los “convocaban” para “sancionarlos”, cuando algo no les gustaba. Yo le pregunté que cómo los castigaban. "Te tablean frente a otros compañeros", me respondió. Eso significaba que los sicarios los sometían y los golpeaban con una tabla en las nalgas, en carne viva, hasta dejarlos sangrando. Era un castigo ejemplar.

Pero también me dijo que habían creído que las cosas se habían calmado, porque hacía varios meses que no los convocaban.

Un campo de amapolas en el estado mexicano de Guerrero, en enero de 2016 (AFP / Pedro Pardo)

Al día siguiente de que hallaron los cadáveres llegué con tres colegas a la casa de Gabriel Huge y de su sobrino Guillermo Luna, dos de los asesinados. Era una vivienda humilde. Los ataúdes estaban en una pequeña sala en la que había un calor sofocante. Al entrar, los tres estallaron en llanto. Se convulsionaban. Era una catarsis tras días de tensión.

Ahí me enteré que al menos Gabriel y su sobrino, un joven fotógrafo de 22 años, habían sido convocados.

Antes de acudir a la cita fatal, Huge le dejó a un pariente las llaves de su motocicleta y le dijo que si no regresaba que velara por su hija. A su hermana le entregó su cámara en un gesto de despedida, me decía ella destrozada durante el velorio. Las víctimas eran su hermano y su hijo.

Funerales de los fotógrafos Guillermo Luna y Gabriel Huge asesinados en Veracruz, el 4 de mayo de 2012 (AFP / Lucas Castro)

Ese día, Guillermo había hecho sus fotos en la cobertura habitual de la fuente de policía. Antes de partir, sacó la memoria de la cámara, se la dio a uno de sus compañeros y le dijo que iba a hacer un mandado, que si no regresaba pronto entregara la tarjeta al portal de noticias en el que trabajaba.

Ninguno de los dos volvió. Los cuerpos aparecieron el 3 de mayo, día internacional de la libertad de prensa.

Leticia Pineda es corresponsal de AFP en México, sígala en Twitter por @letapineda.

Ceremonia en memoria de los periodistas asesinados en México, el 5 de mayo de 2012 (AFP / Yuri Cortez)