La muerte en la yema de los dedos
SAN SALVADOR, El Salvador, 30 de abril de 2015 - Eran las cinco de la mañana cuando sonó el teléfono. Solo había dos posibilidades: una llamada equivocada o una emergencia, una noticia que estallaba y exigía cobertura y, efectivamente, era la segunda opción.
Una de mis fuentes me llamaba para avisarme que una cantidad considerable de pandilleros presos, tatuados de pies a cabeza y con un récord delictivo casi insuperable, serían trasladados desde los penales de Ciudad Barrios y Chalatenango, a este y norte de San Salvador. Su destino era la prisión de Izalco, 66 km al oeste de la capital salvadoreña.
En plena madrugada viajé a Izalco, adonde deberían llegar los 400 internos provenientes de las otras dos prisiones.
Las coberturas de violencia en El Salvador siempre son arriesgadas, pero en estos casos, uno se abstrae al punto de no pensar en las consecuencias y lanzarse a una aventura que, muchas veces, acaba en tragedia.
Cuando baja la adrenalina, al finalizar la jornada, termino preguntándome si merece la pena. Hasta hoy, mi respuesta siempre ha sido la misma: sí. Por mí, por ellos, por mostrar al mundo la realidad cruel de un país que, a pesar de todo, está lleno de belleza.
Toparse con la mirada de un pandillero, que observa desafiante, que dispara con los ojos, siempre atemoriza. Pero al otro lado del lente me siento obligado a vencer esa especie de batalla psicológica porque se me hace necesario que el mundo conozca la realidad de mi país.
Para entender a lo que nos enfrentamos, las autoridades describen a las maras salvadoreñas como responsables de masacres contra civiles, policías, soldados y, sobre todo, rivales de otras pandillas.
Mientras escribo estas líneas recuerdo esas miradas y percibo cómo me marcaron aquel día.
Calculé que debería estar en Izalco a las ocho de la mañana para registrar la entrada de los reos al penal. Pero adelantaron las horas como medida de seguridad y a las siete ya había entrado el primer grupo de cautivos.
Fueron pocos los medios que lograron captar esas imágenes. Sin dar lugar a la frustración, llamé a mi fuente y le comenté que habían adelantado el cronograma una hora. Me aconsejó esperar porque todavía estaba por llegar un grupo mayor, compuesto por unos 300 pandilleros de la Mara Salvatrucha MS 13, que venía desde Ciudad Barrios.
Mientras aguardaba, recibí un mensaje: "Esto se ha retrasado, hay novedad en el penal y no van a salir los buses porque se han encontrado armas y otros ilícitos". Lo tuve claro: la espera sería larga. Pero no era novedad, si a algo estamos acostumbrados en esta profesión es a esperar.
Conversé con soldados que patrullaban el perímetro, con custodios descontentos con su salario y condiciones, con familiares de reos que se quejaban de lo distantes que estarían ahora sus parientes pandilleros y con mis colegas, con los que cualquier espera se convierte en una amena charla.
Así se fue yendo el día y, a las cinco de la tarde vi patrullas avanzando por una calle de tierra franqueando a los buses con reos que asomaban sus rostros a través de las ventanas.
Ya de cerca, el primer bus que pasó tenía vidrios oscuros e imposibilitaba la visibilidad, pero el segundo traía algunas ventanas abiertas y ahí vi mi oportunidad.
En ese momento, mi único pensamiento era la foto, ese era el objetivo. Metí mi cámara a través de las ventanillas del bus y registré la esencia de aquellas miradas desafiantes, a pesar de los insultos y muecas de los pandilleros a bordo.
Cambié rápidamente de lente e intenté fotografiar alguna que otra mirada a través de los vidrios sucios y ahí estaba él, ahí estaba mi imagen: un pandillero con el rostro tatuado que, al percatarse que mi cámara lo apuntaba, me tiró un beso y empezó a reír.
Se me hacía difícil no pensar en tanta barbarie. En la sangre que él y otros han sembrado en mi país.
El par de minutos que tuvimos para registrar la llegada de los buses antes de que los portones del penal se abrieran, fueron suficientes. “Tengo la foto”, me dije.
En El Salvador se toca la muerte todos los días con la yema de nuestros dedos, la veo en los rostros de los pandilleros y también en los de la gente común, personas sobrecogidas por un miedo permanente, con un temor que bloquea y que determina tu rutina.
De un lado, la Mara Salvatrucha; del otro, la 18. ¿Quién es quién? ¿Quién es ese tipo con el que me cruzo cada día en la parada del bus? ¿Y el que me pregunta la hora antes de entrar al trabajo? ¿Quién es el que porta un arma, simplemente por ser guarda de seguridad? ¿Hay algún pandillero entre todos ellos? ¿Detrás de alguno de ellos, tal vez?
En El Salvador vivimos el momento, el día a día, sin pensar en mañana, porque no sabemos, realmente, quién es nuestro compañero de pupitre.
Marvin Recinos es fotógrafo de AFP en El Salvador